jueves, 18 de febrero de 2010

"La Carretera", de Cormac McCarthy


La carretera es una novela excelente. Elegida la historia, el paisaje, el ambiente y sus protagonistas, el siguiente paso (y tal vez el más difícil) es elegir el narrador. McCarthy usa el narrador deficiente, muy cinematográfico él, y no sólo acierta de lleno con su elección sino con su manejo, haciéndolo partícipe directo de la propia historia. Aunque es justo decir que la rigidez que exige este tipo de narrador hace flaquear a todo autor que lo usa y Don Cormac no es una excepción. Es decir, que tarde o temprano acaba apareciendo el narrador omnisciente en algún pasaje de la novela.


Si en ocasiones se elogia la capacidad del escritor para hacer pasar desapercibido el estilo utilizado en la narración, este libro es la oportunidad para elogiar a un autor por todo lo contrario; el lenguaje y el estilo son un personaje más de la novela.

Un padre y su hijo (el hombre y el chico) sobreviven en un mundo apocalíptico en el que no hay colores; bueno sí, sólo un color: el gris de la ceniza que lo tiñe todo. Gris: los árboles, los ríos, el mar.

Las descripciones de escenas y paisajes se realizan con frases cortas y telegráficas, pero curiosamente no se echa en falta nada más. Los diálogos se deslizan en medio de la narración, sin solución de continuidad y sin hacer uso de las habituales normas de puntuación; además su contenido es escueto, seco, breve. Todo ello nos hace ver con mayor claridad la vida miserable y el horror del mundo en que se desarrolla la novela.


A lo largo de la novela (sólo en un par de ocasiones) el protagonista interviene, reflexionando ante el lector. La voz del personaje aparece de repente intercalada entre narración y diálogos, como una voz ajena pero que oímos justo ahí, en el centro de nuestro cráneo, como una alucinación.

A pesar de la sequedad de los diálogos, éstos dejan entrever, de modo increíble, ternura y amor entre padre e hijo. El único rasgo humano entre tanta desolación, tanto desastre y tanta muerte.


Cuando se dedicaba a mirar cómo dormía el chico había momentos en los que empezaba a sollozar sin poder controlarse pero no por la idea de la muerte. No estaba seguro de cual era el motivo pero pensaba que tenía que ver con la belleza o con la bondad. Cosas en las que ya no podría pensar de ninguna de las maneras.

Sólo un “pero”: el diálogo final entre el hombre y el chico. Dadas las circunstancias de toda la historia, peca tal vez de meloso. Imagino al editor usando todos los medios a su alcance para persuadir a McCarthy de que un final luminoso vende más que un final gris. Te prometo que si cambias el final te consigo el Premio Pulitzer, dijo.

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